LA FAMILIA PARRA / ESPECIAL NICANOR PARRA ARCHIVO NUESTRO

Por Marisol García
Noviembre 2005

 

“Entre las muchas características que sorprenden en la relación entre los hermanos Parra, está el modo leal en el que uno a otro fueron apoyando sus evidentes talentos creativos”, señala la periodista miembro del equipo fundador del portal www.músicapopular.cl y colaboradora de Nuestro.cl, Marisol García.

Puede uno seguir la historia de los Parra tan sólo a través de las décimas que, por aquí y allá, han ido escribiendo ellos mismos, o por los versos de las canciones de Ángel, Isabel, Roberto o Violeta. Esta última, la más famosa del clan, era una mujer más bien discreta sobre asuntos familiares, y es poco lo que alguna vez llegó a decir en público sobre sus hermanos o hijos. Pese a ello, su libro Décimas (publicado de manera póstuma, en 1970) está repleto de referencias a sus padres, Clarisa y Nicanor, y a los recuerdos de infancia junto a sus ocho hermanos, en la sureña localidad de Lautaro.

Gran parte de la complicidad entre los hermanos Parra Sandoval se explica por la situación de extrema pobreza en la que crecieron. Violeta, Hilda, Roberto y Eduardo, por ejemplo, acostumbraban desde muy chicos a recorrer las calles de su pueblo para conseguir algunas monedas a través del canto y la guitarra (los dos últimos se entretuvieron de modo especial una vez que descubrieron que podían trabajar para los circos de paso). Su padre murió en 1929, y desde entonces se convirtieron en parciales sostenedores de Clarisa, una sencilla campesina.

“No había para ropa ni zapatos, menos para un juguete. Para las fiestas de Navidad, la madre los acostaba más temprano para que no supieran del festejo, y muchas veces hasta la comida escaseaba”, cuenta Fernando Sáez en la biografía de Violeta Parra, La vida intranquila (1999, Sudamericana). El mismo Roberto lo confirmó alguna vez: “Fue muy perra la infancia de nosotros, poca alegría”.

Podría uno decir que éste fue un período de doloroso sacrificio para Violeta. Pero también es verdad que la folclorista encontró en el canto callejero una estupenda excusa para ahorrarse las clases (“mejor ni hablar de la escuela / la odié con todas mis ganas […] / Y empiezo a amar la guitarra / y donde siento una farra, / allí aprendo una canción”, cuenta en sus décimas). Invitada por su hermano Nicanor, Violeta llegó a Santiago a los 15 años de edad. Mientras intentaba terminar sus estudios en la Escuela Normal de Niñas, descubrió que el canto podía ser un modo cómodo de ganarse la vida, y fue así que comenzó a presentarse en bares, quintas de recreo y pequeñas salas de barrio; inicialmente junto a su hermana Hilda (como parte del dúo Las Hermanas Parra). En 1935 llegaron a Santiago su madre y otros hermanos, y se establecieron en la comuna de Quinta Normal.

 

Las anécdotas de esos recién llegados hermanos Parra en Santiago son interminables. Roberto y Eduardo se comunicaban a través de un mismo y pícaro lenguaje, con el cual se protegían mutuamente de los lanzasos o embrollos con la policía. Mientras su hermano Nicanor ascendía como una de las más brillantes mentes de la Escuela de Matemáticas de la Universidad de Chile -y así, hasta llegar nada menos que a Oxford-, el mundo de Roberto y Lalo era el de los bajos fondos, conventillos y prostíbulos. Seguir su pista biográfica es tan complejo como incierto. Pero, precisamente gracias a esa dispersión, fue que Roberto logró dar con el ambiente que le permitiría componer su obra cumbre, La Negra Ester.

Entre las muchas características que sorprenden en la relación entre los hermanos Parra, está el modo leal en el que uno a otro fueron apoyando sus evidentes talentos creativos. Fue Nicanor quien envalentonó a Violeta a olvidarse del folclor tradicional y aventurarse con sus propias composiciones. Del mismo modo, Violeta se preocupaba de esconderle las botellas de vino a su hermano Roberto, para que éste lograra de una vez grabar un disco que probara su enorme talento como cuequero. De no ser por ella, las sesiones en estudio hubiesen terminado siempre en tomatera, y es probable que hoy ni conoceríamos “El chute Alberto” o “El arrepentido”.

Las vidas de los Parra se entrecruzan, y cada una de sus obras los explica a ellos mismos pero también al excepcional clan del cual formaron parte. Las suyas son vidas contradictorias: desarraigadas en lo práctico -pues, a excepción de Nicanor, nunca aprendieron casi nada de lo que pudiera entenderse por una “vida asentada”-, pero a la vez profundamente conectadas con sus orígenes. Ni la ciudad ni la fama en el caso de Nicanor; ni Europa ni las muchas decepciones, en el de Violeta; ni el alcohol ni el poco reconocimiento en el caso de Roberto, los alejaron de su esencial expresión campesina.

Si su obra gigantesca ha llegado hasta nosotros ha sido, también, por mérito de este gran clan. Isabel y Ángel, los hijos de Violeta, hicieron mucho por difundir el trabajo de sus tíos cuando instalaron la “Peña de los Parra”, en calle Carmen. Ángel Parra II, el ex guitarrista de Los Tres, tendió un puente importantísimo entre su familia y la inquietud rockera de gente como Álvaro Henríquez. Del mismo modo, Javiera Parra ha sido vital para hacer entender que su familia tiene más que ver con el desprejuicio y la amplitud de referentes, que con la cultura huasa a la que a veces se les quiere asociar. La cantante pop lo ha explicado así: “La familia de mi padre representaba la aristocracia de la tierra; no del dinero”. Si sumamos a la talentosa Tita, hija de Isabel, confirmamos que entre los Parra casi todos han grabado música de parientes. Hoy está en silencio, terminando sus estudios de Arquitectura, pero quizás con qué vuelta creativa vuelva a la música Colombina, la hija de Nicanor y antigua cantante de los furiosos Ex.

Y quizás qué nuevos argumentos tendremos para terminar de convencernos que no ha habido familia artística más sorprendente que la suya.